De tributos y tribulaciones

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De tributos y tribulaciones

Salomón Kalmanovitz

Los legisladores colombianos y de muchos otros países aprueban leyes tributarias que reflejan intereses particulares e ignoran el bien común. Es el caso de los impuestos que recaen sobre la nómina y cuyo efecto obvio es encarecer los salarios que pagan sus contratantes. Menos obvio es que tienen un significativo impacto sobre el desempleo y que lanzan muchas actividades hacia la informalidad, definida precisamente por no acatar las leyes en general y las tributarias en particular. Es un hecho que cerca del 60% de la fuerza de trabajo colombiana labora en la informalidad y una de las razones de fondo es que la legislación encarece artificialmente el trabajo que ya de por sí es abundante. Es ese precio que se divorcia de las condiciones de oferta de trabajo el incentivo principal para que la mayoría de la población colombiana labore bajo condiciones deplorables, en mercados desordenados y donde el trabajo no tiene defensa posible.

El orden de magnitud es significativo: sume aportes para el Instituto de Bienestar Familiar, el Sena y las Cajas de Compensación Familiar y ya tiene un sobrecosto del 12% sobre el salario básico. Agregue la contribución al régimen subsidiado de salud y para pagar por la enorme ineficiencia del Instituto del Seguro Social y ya tiene un encarecimiento de 20% del salario. Cada una de estas fuentes de ingreso congrega a una serie de agentes, gremios y sindicatos que las defienden férreamente mediante acciones colectivas o presiones de sus cabildantes sobre los legisladores.

Y lo que nos informa la racionalidad económica es que las únicas contribuciones que debe soportar la nómina son la de la salud del trabajador y la de su pensión. Todas las demás sobran y deben surgir de los impuestos al ingreso y al consumo, precisamente para no hacerle daño al empleo que es el bien más preciado en una sociedad en donde escasea tanto. Los fondos para atender las familias, la educación del trabajador, el llamado subsidio familiar, la contribución al régimen subsidiado de salud, todos deben ser financiados por impuestos generales, ojalá que progresivos.

La lógica del Gobierno y de los legisladores es que, ya que está ahí, aprovechémoslo porque resulta políticamente costoso aumentar los otros impuestos. Es pues un argumento ventajista que perpetúa una situación absurda; además, como el empleo no tiene doliente organizado, se proponen precisamente nuevos aumentos de las contribuciones, como la que se prepara para enfrentar la recurrente crisis del Seguro Social. Nótese la causación: la ineficiencia y la corrupción que surgen de las decisiones del Gobierno de politizar el Seguro dan lugar a nuevos encarecimientos del trabajo que generan informalidad y desempleo adicionales.

Si los empresarios son descargados de los impuestos a la nómina, se les puede aumentar el impuesto a las utilidades o el de los accionistas cuando se les repartan dividendos. Un cálculo aproximado del valor de ese impuesto es de $2,8 billones y, aunque duela, la decisión más apropiada es hacer la reforma tributaria de tal modo que esa magnitud surja del impuesto a la renta y del IVA.

Otro impuesto nocivo para el crecimiento económico y que se perpetúa por las mismas razones de economía política es el IVA especial a la telefonía móvil, de un 20%, cuyo fin “social” es construir escenarios deportivos, elefantes blancos, que las administraciones locales no van a poder mantener ni utilizar (deberían ser financiados en su mayor parte por sus usuarios locales) y de financiar la televisión pública con su evidente sobrepolitización y mala calidad. El efecto es encarecer el servicio, dejando por fuera a millones de usuarios de los estratos más bajos de la sociedad que nunca tuvieron la opción de que se les instalara un teléfono fijo en sus precarios hogares. Y así se imponen nuevas tribulaciones a desempleados e informales.